Una ciudad puede imaginarse o pensarse o recordarse sin su gente, sin su
comida, sin sus costumbres o incluso sin su clima. Una ciudad sin arquitectura
no es una ciudad. Sin la imagen de sus calles, de sus casas, de su plaza
principal, de sus iglesias, no es una ciudad. París no sería París, Nueva York
no sería Nueva York y Buenos Aires no sería Buenos Aires sin su arquitectura.
Una ciudad sin arquitectura carece de identidad. No tiene sentido.
La arquitectura mueve al mundo. Desde siempre. Millones de hombres
peregrinaron a adorar pirámides, sepulcros y abadías, o murieron construyéndolos.
Millones de turistas hoy en día trepan aviones, atiborran trenes, ocupan buses
y recorren el planeta entero con el simple propósito de ver una torre o un
puente o un edificio, tomarse una foto ante la obra, sonreír a la cámara y
regresar. Millones, sin saberlo, salen simplemente a mirar arquitectura.
El mundo que vemos y vivimos le pertenece a los arquitectos. Hay tantos
con tantas ideas brillantes como edificios colosales construyéndose sin parar.
Hay arquitectos de culto, los hay controversiales, no escasean los visionarios.
Hay algunos que son como dioses que prescriben en qué tipo de ciudad viviremos,
de qué manera nos distribuiremos, qué verán nuestros hijos o nietos al
envejecer.
Hay otros que parecen falsamente ser menos poderosos: diseñan
primorosamente el espacio de tu casa, pero al hacerlo han dispuesto qué será lo
primero que veras al despertarte, el rincón que observaras todos los días, por
años, recién llegado del trabajo; la esquina en la que todas las mañanas
tomaras café.
Lima es de los arquitectos. Ellos definen su nuevo rostro, su espíritu y
su originalidad. Hay que aceptarlo. Sin ellos Lima no sería Lima. No sería
siquiera una ciudad.